Capitanejo, el macondo de García Rovira 

Por Oro Noticias TV

viernes 10 de octubre, 2025 03:50 PM

César Augusto Almeida R. 

En Capitanejo también hay mariposas amarillas. 

Este municipio santandereano, ubicado a orillas del río Chicamocha que le baña sus pies fue fundado por Dios porque la imaginación no nos ha acompañado a inventar quién sobre la tierra le ayudó a construir sus primeras casas de barro, bahareque y cañabrava. El más forzado cuento nos dice que fue un oficial español que con su trabuco de guerra despedazaba a los indios chitareros y que tenía un nombre bobalicón: capitán Ejo. Eso es lo más cercano que nos deja nuestra imaginación desbordada. 

Capitanejo es el Macondo de García Rovira pues tiene un clima tórrido, muchas veces inclemente, sin misericordia, que nos ha llevado a pensar que cualquier día de veranos van a empezar a llover pájaros muertos sobre la plaza, la calle real, los balnearios; pájaros frágiles derretidos por el fuego solar parado en la mitad del cielo. 

Alguna vez, creemos, que por Capitanejo también pasó, por la plaza de tenderetes ‘un armenio taciturno que anunciaba un jarabe para hacerse invisible. También pasarían ‘los gitanos vendiendo un aparato multiusos que pegaba botones y bajaba la fiebre’. 

LA POESÍA 

La imaginación es poesía y ella está en la obra garciamarquiana o mariocastrocapitanejana. La poesía es ‘esa energía secreta que cuece los garbanzos en la cocina’. 

Creemos, poéticamente, que la margen occidental del río con sus anchas explanadas donde se cultivaban colinos de tabaco no se la llevó una creciente repentina sino que la montaña, plena de cardos, tunos y guasábaras que nos separa de Covarachía, se corrió, muy marrulleramente, en una noche sin luna hacia el oriente y sepultó esos arenales milenarios llenos de espantos y leyendas. 

Como Pietro Crespi, muchos de sus habitantes se habrán muerto de amor y muchas mujeres como Amaranta también se habrán quemado una mano en el fogón de la cocina para expiar sus remordimientos. Tal vez doña Antonia de Macías, una matrona buena y generosa, subió al cielo como Remedios La Bella en cuerpo y alma pero no envuelta en sábanas resplandecientes sino abrazada por una viñeta del Sagrado Corazón.  

Lo real maravilloso no tiene límites y menos en un pequeño pueblo asentado en un recodo del río en donde hay tres galleras ruidosas de gritos y de risas y donde dos entrañables amigos pueden matarse de cariño pero no apostándole a un gallo cenizo contra un canaguay después de media noche y aturdidos por un alcohol sobremedido y con un fuerte golpe de dados en medio de las cejas. 

También creemos que el querido Pedro Mulas que caminaba diariamente con un misterioso costal de fique en la espalda, iba y venía entre La Palmera y el casco urbano, incansable con su eterno gororo, un gorjeo de pavo enloquecido, era la reencarnación de Melquíades y que su repetidera era el idioma sáncrito oral en su versión personal y con ello ofrecía el jarabe mágico de los gitanos. 

MÁS DE MISTERIO 

Los Dubeibe derrumbaron completamente su vieja casa y encontraron entre los escombros huevos de salamandras, arañas de patas antiguas y nada más. Construyeron una nueva edificación y la vendieron. Lo mágico es que el nuevo propietario escuchó un ruido extraño que venía de las paredes como un fastasma oculto, y curioso y expectante rompió la pared y encontró, atónito, una guaca antigua, un tesoro, una moya chibcha repleta de oro. 

Lo mágico también está en los secretos: nunca supimos qué daño tenía el sistema de aguas y de electricidad de la alcaldía, por años, porque todos domingos, sin falta, se presentaba una falla inexplicable y entonces oíamos por el altoparlante la misma voz grave y desconocida haciendo el llamado: ‘se necesita en el despacho de la alcaldía al señor Eduardo Machuca’. Hace muy pocos años falleció don Eduardo, el más experto en aguas y luces del pueblo y se llevó su secreto. Me olvidaba contar que tal vez Eduardo Machuca era el mismo Mauricio Babilonia, el electricista del Macondo original, y que tras él entraban las mariposas amarillas que abundan en Capitanejo, el Macondo cachaco donde las estirpes condenadas a más de trescientos años de olvido tal vez tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.    

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