Han pasado cuatro décadas desde la noche en que Armero desapareció bajo una avalancha de lodo y piedra. Era el 13 de noviembre de 1985, a las 11 de la noche, cuando la erupción del Nevado del Ruiz arrasó con el municipio tolimense, dejando más de 25.000 muertos y un país marcado por el dolor. Entre los sobrevivientes, uno de los nombres que aún mantiene viva la memoria es el de William Rojas Izquierdo, quien tenía 19 años cuando enfrentó cara a cara la furia del volcán.
“Esa noche el cielo estaba pesado, el aire distinto, como si algo invisible nos advirtiera lo que estaba por venir. Nadie imaginaba que el volcán, callado durante tanto tiempo, estaba a punto de despertar”, recuerda Rojas. Adventista desde joven, dice que su fe fue lo único que lo sostuvo mientras permaneció sepultado entre los escombros.
“Pasé tres horas atrapado. Solo escuchaba los gritos, los rezos, los lamentos… y después, el silencio. Para no enloquecer, empecé a cantar los himnos que mi mamá me había enseñado. Le pedí a Dios que me diera fuerza, que no me dejara morir solo. Le prometí que, si me salvaba, volvería a su iglesia”, cuenta.
El impacto de la avalancha lo lanzó varios metros. El lodo cubrió su cuerpo, pero una pequeña burbuja de aire entre el barro le dio esperanza. “Sentí que había aire y supe que seguía vivo. Pensé en mi mamá. Sentí que se estaba ahogando debajo de mí. Esa imagen no me ha dejado nunca”, confiesa con voz quebrada.
William fue rescatado por un vecino que logró sacarlo entre los restos. Días después, regresó al epicentro de la tragedia para ayudar en las labores de búsqueda de cuerpos en la finca Peñalosa, uno de los puntos donde se concentraron las tareas de rescate.
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Vivía con su familia, pero aquella noche estaba junto a su madre, Lilian Luisa Izquierdo de Rojas, conocida en el pueblo como Doña Blanca. Su cuerpo fue identificado un mes después, en una lista pegada en la puerta del hospital de Puerto Bogotá. “Supe que era ella. Todos la conocían como Doña Blanca, pero solo nosotros sabíamos su nombre verdadero. Creo que alcanzó a llegar con vida, pero no pude despedirme. Al menos supe que descansó”, dice.
Cuarenta años después, William Rojas asegura que vive con los recuerdos, pero también con una misión: mantener viva la memoria de Armero. “A veces me preguntan cómo hice para seguir viviendo. No tengo una respuesta exacta. Solo sé que Dios me dejó para contar lo que pasó. Armero no se olvida. Uno puede rehacer la vida, pero hay noches en que todo vuelve: los gritos, el barro, las voces que se fueron”, relata.
Hoy, camina entre las ruinas convertidas en campos de memoria. Donde antes hubo calles, iglesias y colegios, ahora crecen árboles y flores. “Dios me dejó para eso: para que la gente no olvide. Armero sigue hablando a través de nosotros, los que aún respiramos con el recuerdo en el pecho. Porque la memoria también es una forma de vida”, concluye.
Cuarenta años después, la historia de William Rojas Izquierdo no solo es testimonio de supervivencia, sino una lección de fe y resistencia que mantiene viva la voz de los que se fueron aquella noche en que la tragedia cubrió a Colombia de silencio.




